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martes, 31 de julio de 2012

El País de la Democracia. Parte I


Democracy is the freedom to elect our own dictators

Hagamos un ejercicio de imaginación, uno muy simple. Imaginemos —no nos pongamos fronteras— que existe un país donde por muchos años ha gobernado un dictador. Eventualmente empieza una inevitable revolución y el tirano renuncia. Los líderes de la revolución toman el poder, y declaran el país una nación democrática. Pasan los años, la nueva nación democrática empieza apenas a estabilizarse y los revolucionarios deciden que para encaminar mejor al país, para llevarlo hacia el horizonte del progreso con mayor facilidad, ellos deben continuar en el poder, nadie más. No es una idea descabellada ni maligna, las grandes empresas así se manejan y, si revisamos la historia, un prócer indígena que llegó a presidente había puesto en práctica ya la reelección indefinida (hasta su muerte); sin embargo, los líderes revolucionarios han establecido ya la democracia y no quieren parecer incongruentes. Así que, después de pensar y discutir, encuentran una solución perfecta e inventan un sistema ideal: un proceso en el cual, como en todos los gobiernos democráticos, el pueblo elige a su gobernante a través de votos, pero con una pequeña imprecisión: quienes están en el poder —los antes revolucionarios— son quienes eligen a los candidatos, nadie más puede escogerlos. Y le dicen a la población: “elijan al que gusten de estos dos o tres, ahí está su democracia. No pueden proponer otro candidato, no pueden postularse como candidatos, no pueden participar en el proceso para elegir al candidato. Pero tienen el derecho a votar, ¿no es eso democracia?”. La población compra la idea; cree que vive en una democracia porque cada seis años “elige” a sus gobernantes. Aunque los candidatos sean exclusivamente miembros del grupo de poder existente, y no de la ciudadanía. Y con los ciudadanos satisfechos, los dirigentes por fin pueden repartir el botín entre pocos, gastarlo en yates y hoteles lujosos en el extranjero, pasearse en limosinas y beber champaña en el desayuno.



Ahí no termina todo. El tiempo pasa —casi 70 años—, y algunos ciudadanos comienzan a darse cuenta de que la democracia es una farsa. De que los revolucionarios se pervirtieron y se convirtieron en representantes de una nueva dictadura más avanzada, más estudiada, más metódica y precisa, y, por lo tanto, mucho mejor disfrazada. Una dictadura que funciona, además, en colusión con los acaudalados, con los mafiosos, con los medios masivos, con los que deciden cómo y a dónde mover el dinero; todos juntos forman una máquina de mando bestial, insaciable e impenetrable. Los ciudadanos que se dan cuenta de esto y empiezan a levantar la voz sufren destinos distintos: algunos —obviamente— son “eliminados”. Otros son cautivados por los medios, que protegen inteligentemente al gobierno. Otros, los más afortunados, sobreviven y fundan nuevos partidos políticos (así es como se le llamó a los grupos de poder), partidos que actúan desde la ciudadanía. Lo que estos fundadores, ingenuamente, no comprenden, es que el sistema ha crecido tanto y de manera tan descontrolada, que posee una fuerza de atracción imposible de esquivar, un vigor de aspiradora gigante y maldita, que encima está hambrienta; lo que empezó siendo una iniciativa auténticamente ciudadana de pronto se convierte en parte del juego, en parte del sistema dictatorial. Los nuevos partidos son hechizados por el poder y quedan atrapados en la telaraña inmensa del autoritarismo. Pero la araña que aquí reside no se alimenta de ellos —y es quizá esto lo que la hace más peligrosa—, antes bien los invita a formar parte del sistema; qué digo los invita, los seduce con una maestría de mujer fatal: los beneficios son inconcebibles y todavía queda espacio, todavía hay huesos que repartir. A todo aquel que se niega se le desecha o desaparece; a todo aquel que acepta se le pone en un puesto público, se le recicla por aquí y por allá, primero en tal secretaría, luego en tal curul plurinominal del congreso, luego en tal ayuntamiento. Y el ciclo se repite, la “democracia” vuelve a triunfar y los ciudadanos vuelven a apaciguarse, hipnotizados por esta ilusión de democracia renovada, de proceso con diversidad, con opciones distintas. El sistema se regenera y se vuelve todavía más perfecto, es una dictadura no sólo justificada, sino aceptada bajo el pseudónimo y eufemismo de “Democracia”. Nadie se preocupa por quién está detrás, por quién ostenta el poder. La mayoría de los ciudadanos creen, o peor, saben, que el poder en verdad está en sus propias manos, en manos del pueblo. Qué comodidad, por rayar una boletita cada tres o seis años ya se gobierna. Qué fácil es gobernar, se puede hacer sin interrumpir nuestro programa favorito de tv, sin dejar de comprar en los centros comerciales, sin atrasar la hora de sueño; es que los ciudadanos se duermen antes de las 11. Mañana tienen que levantarse temprano para ir a sentarse ocho horas frente a la computadora de un pequeño cubículo que no les pertenece. “Qué fácil es conducir toda una nación”, piensan con una sonrisa en la cara antes de apagar la luz y dormir.


¿Les suena conocido este país?

Mi twitter: @SidyAsi
Mi blog: El Universo Absurdo de Sid

1 comentario:

  1. Excelente análisis, en mi punto, la democracia no puede ser definida, es relativa y moldeable acorde a la situación...

    http://macondo-elblog.blogspot.mx/

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